En los valles afganos y en los campos de refugiados de Paquistán, las mujeres pastún improvisan cantos de gran intensidad y fulgurante violencia: los landays («breves»).
El amor de la mujer es tabú, marcado con la prohibición por el código del honor de la vida pastún y por el sentimiento religioso. Los jóvenes no tienen derecho a frecuentarse, a amarse, ni a elegirse. El amor es una falta grave castigada con la muerte. A los indisciplinados se los mata fríamente. La matanza de amantes, o de uno de ellos (que es siempre y sin excepción la mujer), ceba ilimitadamente el proceso de la vendetta entre los clanes.
Las muchachas son objeto de intercambio, y es la política tribal de las relaciones entre los clanes la que decide su boda. Los sentimientos personales de los jóvenes a los que esto atañe no se tienen en cuenta. He aquí por qué, en los landays, el canto perpetuo es un grito de separación. O bien el amante ha abandonado su país para ganarse la vida fuera, o bien se queda en su pueblo, pero las prohibiciones sociales no le permiten encontrarse con la mujer amada. El padre y los hermanos están ahí, guardianes feroces e incorruptibles del orden. En casa del esposo, la mujer sufre todavía con más dureza dos tipos de mal casamiento: su marido es con frecuencia un niño o un viejo. Y es a este compañero impuesto al que ella llama «el pequeño horrible». No hay un solo landay que dé testimonio de amor conyugal o de sentimientos de ternura y fidelidad respecto al esposo. El amor y la fidelidad se reservan al amante.